miércoles, 8 de agosto de 2018

Pensamiento de jardín, mi cuento sobre la belleza.

Un cuento que nos demuestra que hay cosas que no se pueden expresar con palabras.

Porque la belleza es comprensible por todos y todo... ¿Por qué no usarla como lenguaje?

Un profesor obsesionado con encontrar este idioma basado en la belleza planta una flor como símbolo de lo bello a la entrada de su casa, ignorando que ese pensamiento violeta que acaba de plantar posee el secreto del lenguaje que tanto persigue... Así comienza la historia de este pequeño cuento escrito por mí...

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Pensamientos violetas.

PENSAMIENTO DE JARDÍN

De tanto usar las palabras, no nos dimos cuenta de que éstas son solo una más de las vías que la naturaleza nos dio para comunicarnos. Así lo pensaba el profesor Leopoldo Limero, destacado filólogo de la región, que desde que dejó atrás su juventud deseaba que el pensamiento dejase de ser una simple vocecita en la cabeza, y pasase a ser algo más completo que fuese más allá del sonido, del lenguaje y de lo explicable por medio de caracteres y fonemas.
Fue el profesor quien un día me plantó a mí, un pensamiento violeta,  en la entrada a la parcela que rodeaba su casa, para indicar que de allí hacia dentro no se podía razonar mediante el lenguaje, sino mediante la más pura belleza, belleza como la que encierra una flor. Le gustaban los pensamientos por ser una de las pocas flores que florecían en las épocas más frías, y porque siempre se habían relacionado con la nostalgia.
Así, cuando tenía solo treinta y dos años, comenzó la labor de crear una forma de comunicación no basada en ningún idioma, pues estos sólo podían ser leídos o escuchados: él quería que su invención pudiese ser sentida.
Cuando aquel brillante ser me plantó junto a su buzón, era todavía un joven, de una languidez bohemia, cuyo rostro giraba alrededor de sus ojos claros, penetrantes en el centro de unas cuencas oscuras. La manera en que vestía seguía un único propósito: llamar la atención, y era capaz de ponerse cualquier cosa con tal pretexto, siempre que no arruinase la imagen que le gustaba crearse de excéntrico elegante.
Era todavía algo inexperto en asuntos del corazón, sin embargo, como para saber mucho sobre los sentimientos que un papel tan importante debían desempeñar en aquella creación utópica. Empezó pues, interesado más en la búsqueda de la inspiración que en la de un alma compañera, a perseguir ese amor  que tanto se le había resistido.
No lo costó mucho tiempo encontrar la pasión en muchas de las mujeres que frecuentaban los antros de artistas sin lienzos, actores sin papel y poetas sin versos que solía frecuentar. Desgraciadamente, aquellos amores breves se fundían por su propia incandescencia, y derretidos se escapaban entre sus dedos. Durante varios meses continuó viajando de romance en romance, pero siempre quedaba en él algún recuerdo de las pasiones anteriores. Aquellos restos de amor se fueron acumulando en su alma hasta dejarla anegada, y entonces se derrumbó. Cierto, esa marea constante de amores y desamores le había enseñado mucho sobre los sentimientos humanos, pero ahora que había probado el amor lloraba cada vez que lo veía evaporarse. Necesitaba una pasión que durase para siempre.
Comenzó entonces el periodo durante el cual nos conocimos mejor. El invierno que estoy narrando empezó gélido y seco, como siempre, pero también fue así dentro de Leopoldo Limero. En aquella época empezó a pintar, porque la pintura se llevaba lo que atormentaba su corazón. No tardó en acordarse de esa flor que había plantado en la puerta de su casa cuando buscaba objetos para dibujar.
En pocas semanas me convertí en el centro de sus obras, y poco a poco nos fuimos conociendo más. Una tarde cualquiera empezó a hablarme, sin saber que yo lo escuchaba y lo entendía. Desde el principio me resultó agradable oír su voz, esa corriente cálida que me agitaba como ligera brisa. Empecé a cogerle cariño a aquel que había tenido la consideración de instalarme en su jardín, y fueron creciendo mis deseos de poder responderle. Por supuesto, por más que me esforzaba, no podía hablarle, no era posible para mí saludarle, comentar aquello que decía, revelarle cómo  de alegre me hacía sentir que me dedicase tantos lienzos al mes. Fue durante estos encuentros artísticos cuando me contó toda su historia, la de aquel maravilloso lenguaje que buscaba y cómo, hasta el momento, sus esfuerzos habían fracasado tan estrepitosamente.
Todavía él no sabía que yo poseía eso que tan fervientemente deseaba encontrar. Ese pensamiento violeta que crecía a la sombra de su buzón carecía de garganta, de lengua y de cuerdas vocales con las que hablar, y de manos con las que escribir. Por ello me valía de un lenguaje puro que no necesitaba apoyarse en palabras. Mi mente se regía por el idioma de los sentimientos, y no por el de los términos que los definían. Pero no podía decírselo.
Cada mañana de aquel invierno intentaba que Leopoldo Limero consiguiese escucharme y entender cada una de las palabras que le dedicaba, y solo conseguía sentirme presa de mi tallo y añorante de una laringe.
Uno de esos días fríos, me habló de Mercedes por primera vez. Ella era la cartera que le llevaba el correo todos los días, quien había traído y entregado todas las cartas de amor dedicadas a sus romances efímeros, y quien, de pronto, se había convertido en el único habitante de su corazón.
La había visto alejándose en bicicleta después de dejar una carta, y al día siguiente se sentó fuera a esperar que pasara para volverla a ver. Su sonrisa resplandecía a la sombra de sus cabellos oscuros, casi lisos, pero en los que brillaban algunos rizos perdidos. Sus mejillas eran pálidas, y sus ojos, tan potentes como yo me imaginaba su personalidad. Yo ya la conocía, pues la había visto todas y cada una de las mañanas de mi vida depositando las cartas en el buzón. Yo sabía también que cada vez que recogía las cartas ella dejaba escapar un suspiro que, en mi lenguaje carente de letras, era una clara y certera declaración de amor, y la esperanza de que alguna vez tuviese que entregarse a ella misma uno de esos escritos.
Aquello no podía desembocar en otra cosa que en la pasión. Las primeras luces de la primavera vieron nacer un romance fantástico, casi difícil de imaginar fuera de los libros de cuentos y las novelas de otro siglo. Fue entonces cuando me di cuenta de que la ventura del profesor no me producía ahora alegría. En cambio, me hacía sentir como si me hubiesen arrancado los pétalos. No supe hasta entonces que yo amaba a Leopoldo Limero. Descubrí  que, en realidad, llevaba enamorada de él desde que vi el primer cuadro que me dedicó. Tal vez fue porque hacer de modelo me hizo sentir importante. Me hizo creerme humana o, al menos, con derecho a amar a un humano.
Sin embargo, yo tuve poco tiempo para contemplar aquella pasión, porque al llegar los meses cálidos, mis pétalos se marchitaron hasta el año siguiente. Cuando terminó mi hibernación, ella ya no estaba.
A finales de noviembre, mis estambres volvieron a brillar bajo la luz azul del invierno más oscuro. Si el año anterior había empezado mal, el primer acto de este se antojaba aún más desgarrador. Una fiebre se había llevado la vida de Mercedes en octubre, y su perfume todavía podía olerse en las lágrimas del profesor Leopoldo Limero.
Él había cambiado, sin duda. Varias arrugas habían surgido en su frente en los pocos meses que llevábamos sin vernos. Salía poco de casa, y pasaba la mayoría de sus horas dando vueltas en su jardín. Apenas le vi sonreír en mucho tiempo. Me sentí tan mal al ver así a aquel joven al que tanto apreciaba, que me puse algo mustia.
El profesor tenía por todas partes retratos de Mercedes, y cada día dibujaba uno o dos más. Aquellos dibujos eran, sin duda, mucho mejores que los que me había dedicado a mí en su momento. Hubiera llevado unos segundos diferenciarlos de una foto, de no ser porque el amor que el profesor desparramaba sobre ellos  no podía ser captado por una cámara.
Ya creía que ni siquiera se acordaba de aquella flor que una vez plantó, hasta que un día me sorprendió la sombra de un caballete y, detrás de este, la silueta de Leopoldo Limero pincel en mano. Algo todavía más asombroso ocurrió después. Le di, en ese idioma que no necesitaba palabras, las gracias, y él me sonrió y me guiñó el ojo en respuesta. Me había entendido.
Empezó entonces a pintar el mejor cuadro que me había dedicado nunca. Sus pinceladas eran ahora mucho más suaves y sutiles que el invierno anterior, y el pincel apenas tocaba el lienzo. Cuando el sol ya se despedía por el horizonte, me mostró aquel fantástico dibujo. Fue entonces cuando se inclinó y, con su voz templada y suave, me dijo:
-          Me he dado cuenta de que tú, pequeña flor, posees el secreto de esa lengua utópica que tanto tiempo llevo persiguiendo. Ahora necesito más que nunca conocerlo. Ese lenguaje tal vez me permita recuperar a Mercedes… Estoy seguro de que, en realidad, ella no se ha desvanecido por completo: sigue en mi mente, y por lo tanto aún se mantiene en este mundo. Te pido que me ayudes a devolverla a la vida y, para compensarte, yo te enseñaré mi idioma.
No pude ser más feliz al oír aquello. Al fin podría hablar con él. Al fin podría revelarle mi pasión silenciosa. Además, sí él me enseñaba su lengua, yo sería algo más que una flor, sería más humana… Pensé que tal vez entonces nuestro amor si sería posible.
Con el fin de enseñarnos nuestros lenguajes el uno al otro, el profesor comenzó a hablarme todos los días durante muchas horas. Yo le respondía, y él intentaba responderme a mí intuyendo lo que podía haberle dicho, pero no solía decir nada con sentido.
Pasadas dos semanas, al menos aprendió a diferenciar cuando yo estaba diciendo algo y cuando permanecía callada. Pero le costó un mes más empezar a afinar en sus respuestas.
Mientras tanto, yo intentaba aprender a leer. A pesar de mis esfuerzos, me seguía resultando complicado encontrar similitud alguna entre un árbol y aquellos cinco garabatos que,  juntos y ordenados de la manera correcta, lo conformaban. ¿Por qué la palabra flor no tenía pétalo alguno? ¿Por qué humano no tenía ni piernas, ni brazos, ni cerebro? No fue hasta mediados de febrero, dos meses después de comenzar nuestras lecciones, cuando me acostumbré a lo curioso de la lengua. Cuando la primavera comenzaba a acercarse yo por fin comenzaba a poseer un extenso vocabulario que, eso sí, no tenía manera de utilizar.
El profesor, por su parte, reducía a ritmo lento el número de palabras que necesitaba utilizar para expresarse, y poco a poco podía entender lo que yo le decía.
No nos dimos cuenta, pero abril había llegado pronto y mi letargo era inminente. A finales de mes, cuando cayeron mis últimos pétalos, podría haberme comunicado con fluidez si hubiese poseído unos labios para hablar y unos dedos para escribir. Pero, al mismo tiempo, ya no entendía lo que pretendía contarme Leopoldo Limero cuando se expresaba sin hacer uso de palabras, y  me costaba cada día más recordar ese lenguaje sin letras ni sílabas. Solo concebía la expresión por medio del habla y la escritura. Por tanto, cada vez me encontraba más perdida, pues seguía careciendo de medios para llevar a cabo ninguna de las dos. Al profesor le ocurría lo opuesto: ya no recordaba casi cómo leer, y le costaba pronunciar. Pero no me di cuenta de eso, pues mis flores se marchitaban y comenzaba mi periodo de descanso.
Mientras hibernaba ese año soñé por primera vez. Solía ver flores, figuras y al profesor, entre otras imágenes que ya no recuerdo. Finalmente, después de varios meses, llegó de nuevo la hora de florecer.
Lo primero que sentí al recobrar la conciencia fue que pesaba más de lo que recordaba. Lo siguiente fue que esta vez no eran mis pétalos los que se desplegaban para captar la luz solar, y que unas membranas cubrían los lugares desde los cuales emanaba mi visión. En lugar de pistilos, tenía ojos; en lugar de hojas, cabellos; en lugar de tallos, extremidades. Me sentía impaciente por probar mis piernas y correr como siempre había visto hacer a los gigantescos humanos. Me pregunté dónde estaría el profesor, y poco a poco me levanté para ir a su encuentro y abrazarle con mis nuevos brazos.
De pronto, vi junto a mis pies dos pequeñas florecitas con los tallos entrelazados.
-          Buenos días, Mercedes. Buenos días, profesor – dije.
Fui a buscar el caballete de Leopoldo Limero.
FIN.
Darío Bejarano Paredes, Atoman (que soy yo).

¡Espero que os haya gustado! A mí, al menos, me gustó escribirlo.

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