El Circo de las Máscaras. La soledad de los despojos de la sociedad.
Hoy os he escrito este cuento. Espero que os guste.
EL CIRCO DE LAS MÁSCARAS
Esta no es la historia de un servidor, ¡no!. Esta no es la historia de tres mendigos, cuatro borrachos, dos locos y un perdedor adicto, ¡no!. Esta no es una historia, ¡no!.
¡Damas y caballeros!; ¡niños y niñas!; ancianos, jóvenes, adultos... déjenme presentarles a los nueve payasos venecianos y al misterioso domador azul. Déjenme presentarles... un espectáculo. Bienvenidos al Circo de las Máscaras.
Comienza como siempre la función por el primer acto, primera escena.
Les costará entender, queridos espectadores, que no hace más de dos meses el domador azul era poco más que aquel que, tras el décimo desengaño amoroso de la temporada, caminaba danzando etílico y decadente, siendo su único escenario los callejones malolientes de la ciudad. Ella se había llamado Elena, pero no recuerdo cuantas copas ya de un licor con no recuerdo ya cuantos grados habían borrado su nombre ya de la memoria del que pronto sería domador azul. También había perdido su trabajo, por motivos que el alcohol se había llevado también, y que casi seguro estarían relacionados con sus borracheras, siempre originadas por las penas del corazón. Así que él navegaba feliz, y triste, y dormido y despierto por un mar de losetas y asfalto que nuestro personaje apenas sí distinguía todavía.
Cambia, sin embargo, la escena, y se encuentra ahora nuestra gran estrella de bruces contra una gran carpa, rasgada, sucia, fea, horrorosa, monstruosa y cuántos otros atroces adjetivos se crucen por sus mentes hoy, aquí y ahora, y sepan después que hoy, aquí y ahora se encuentran dentro de la carpa para la que tan feas palabras buscan. Se apagaron las luces en el escenario mientras mil ideas fugaces llegaron a su mente, y esa iluminación intelectual de pronto ilumina también la escena. Y veamos que se nos muestra ahora... ¡creo ver ya el segundo acto!
Cambia, sin embargo, la escena, y se encuentra ahora nuestra gran estrella de bruces contra una gran carpa, rasgada, sucia, fea, horrorosa, monstruosa y cuántos otros atroces adjetivos se crucen por sus mentes hoy, aquí y ahora, y sepan después que hoy, aquí y ahora se encuentran dentro de la carpa para la que tan feas palabras buscan. Se apagaron las luces en el escenario mientras mil ideas fugaces llegaron a su mente, y esa iluminación intelectual de pronto ilumina también la escena. Y veamos que se nos muestra ahora... ¡creo ver ya el segundo acto!
Y es que mientras las luces vuelven a aparecer, cegando la vista, nos ensordecen también ruidos de martillazos, ruedos, pasos y sueños burbujeantes (¡que ajetreo, madre mía!) todos producidos por el mismo ser trabajando incesantemente durante horas y horas. ¿Pero qué está intentando? Hace ya dos meses, sepan señores, el domador empezó a restaurar aquella carpa abandonada, y en menos de tres días y tres noches, pues es bien sabido que esa gente está acostumbrada a no dormir en días, no a fuerza de café, sino de copas.
Pronto llega ya la segunda escena del segundo acto, y es que es hora de explicar por qué se quiso embarcar nuestro borracho galán en tamaña epopeya que hoy les narramos.
Pronto llega ya la segunda escena del segundo acto, y es que es hora de explicar por qué se quiso embarcar nuestro borracho galán en tamaña epopeya que hoy les narramos.
Pues es cierto que fue el alcohol lo que hizo al domador perder su digno trabajo y lo poco que aún le relacionaba con la sociedad. Pero más allá, él sabía que las borracheras eran traídas por los malos tragos del amor, y creía que era en realidad ese amor el culpable de todo, que era ese amor por lo que lo habían echado de lo último que tenía de digno. Y por eso decidió que el amor y lo digno no se llevaban bien, pero él los reconciliaría. Supo que los reconciliaría cuando adivinó en la oscuridad aquella carpa. ¡Sí, damas y caballeros! ¡Crearía un espectáculo único en el mundo, sí, y haría que vagabundos, vividores y maleantes fuesen adorados por aquella sociedad que tanto los repudiaba! ¡Sí, lo haría! Y sus desgastados, demacrados y descuidados rostros se esconderían tras las más caras máscaras que pudo pagar, sí, hasta que, justo cincuenta días después del primer espectáculo y su increíble fama extendida por la ciudad, mostrarían sus caras y sus ropajes sucios bajo sus elegantes atuendos, asombrando a aquellos que él llamaba hipócritas y que, me temo, son ustedes, respetable público.
La primera noche de representación, carteles repartidos por la ciudad y todo muro en la villa tapizado con anuncios de 'un circo único que hará historia durante solo unas semanas antes de marchar para siempre', había llegado.
El estreno fue el mayor éxito que recordaran ustedes, queridos espectadores. ¡En las tres horas que duró el espectáculo el número de cabezas en la grada no pude contar! ¡Saltos, acrobacias, bromas como nunca han sido vistas! '¡Bravo!' '¡Viva!' '¡Repítanlo, venga, solo otra vez más!' ¡Les aclamaban, les adoraban!
Y una pena señores, pues aunque a cada noche actuaron mejor los payasos, acróbatas y bailarines, más huecos empezaron a aparecer en la grada cada noche, cada viernes de cada semana, sin atender a motivo ni razón. Y una pena, pues el domador, sintiendo que si la decadencia continuaba el circo perdería la dignidad que se había ganado, adelantó la revelación de sus identidades al día en que ni siquiera pudieran llenar la mitad de la grada.
La noche no tardó mucho en llegar. Saquen pues, honorable público, los pañuelos. Este espectáculo se convierte en drama.
La noche no tardó mucho en llegar. Saquen pues, honorable público, los pañuelos. Este espectáculo se convierte en drama.
Aquella velada, tal vez gracias a lo emocionados que se sentían nuestros actores por lo emocionante que se presentaba el final de la actuación, fue en la que el espectáculo resultó más grandioso, magnífico, supremo y brillante que nunca, y el clamor del público, a pesar del mermado número de asistentes, fue grandioso cuando la función había acabado. Eso sí, las máscaras todavía seguían puestas, colocadas y ajustadas.
Los aplausos que, minutos después, seguían sonando todavía con una intensidad única, fueron de pronto sucedidos por suspiros de asombro, podría decirse casi desolación, cuando las túnicas de seda volaron por el aire con las máscaras y mostraron a diez seres harapientos, sucios, y de pronto malolientes, mirándoles desde lo alto del escenario.
'Queridos espectadores, por favor, sigan aplaudiendo, somos los mismos actores de antes, aunque sus prejuicios se lo impidan ver', decía el domador azul, alegre por fuera, pero he de decirles que preocupado por dentro porque aquellas docenas de ojos atónitos tenían un brillo de odio que nunca esperó tan doloroso. 'Venga, aplaudan o tendré una muy, muy mala impresión de ustedes. Aplaudid', decía, todavía sonriente.
Y si entonces nadie pensó en hacerle caso, menos aún después de lo que estaba a punto de ocurrir.
¿Quién iba a imaginar que entre ese reducido público estaba aquel ridículo agente? Yo, presentador del gran Circo de las Máscaras, el segundo de más importancia tras el gran domador azul, no siempre fui este caballero refinado. Aquel día, el policía del que tantas veces había huido por los callejones sucios estaba allí para vernos, y me reconoció. Querido público, ¿se lo pueden creer? Esa noche en concreto estaba allí. Cuando corría hacia mí mientras sacaba la pistola de la funda, supe que solo me quedaba una opción.
He de decirles antes de continuar que pasamos al tercer y último acto.
Y el tercer acto comienza con cómo salí corriendo, lanzándome entre las telas de la carpa, rodando por el barro, levantándome de nuevo alarmado por los alaridos de la pistola, '¡bang, bang!' escondiéndome, huyendo como siempre habré de hacer si se trata de ese condenado policía. Solo miré hacia atrás antes de hundirme en la multitud de la boca de metro más cercana, y ese fue el espectáculo más dramático de cuántos viví en mi vida de circense.
El brillo de un fuego veloz, apenas un grito ahogado, una mancha lejana ensombrecida por la inmediatez de la muerte, el domador azul cayendo muerto mientras forcejaba con aquel policía.
Y en un gesto entre reflejo y voluntario habré de contarles que caí entre las gentes que se zambullían en el metro y me dejé arrastrar hasta un tren, y cuando recuperé algo de mi capacidad de razonamiento estaba en algún lugar a las afueras, y la figura recortada entre los edificios de la estación de tren me animó a alejarme de aquella ciudad tan cruel.
Y de tren en tren acabé en esta villa perdida en mitad del campo donde jamás venía ningún circo que pudiese recordarme algo, y dónde creí por un tiempo encontrar la felicidad. Me pasaba el día hablando con los niños de las calles de aquel pueblo, enseñándoles lo poco que sabía sobre el mundo, sobre la vida, sobre cualquier cosa. Hasta que la traidora curiosidad de los niños hizo su aparición como una letal puñalada por la espalda. No público, los niños no son de fiar.
Era una joven niña, de ojos verdes, pelo oscuro y piel morena, pecas sutiles y apenas siete años de ignorancia. La pequeña era solitaria, diríase algo triste, y mantenía un silencio que le daba un aire sepulcral. Un día me di cuenta de que jugaba con un peluche, un pequeño peluche de un payaso. Me acercaba a ella cuando me señalo con su dedo índice y dijo sin siquiera mirarme.
- Este era tu amigo. Era el jefe del circo de las máscaras, que vestía de azul - y entonces rió y siguió jugando a ser la madre del domador azul.
¿También se preguntan ustedes como pudo ella... ? ¿Quién recordaba a aquel gran genio, muerto hacía años con su gran circo de borrachos? ¿Y quién podría reconocer a uno de los integrantes del circo aun cuando se ocultaban siempre tras máscaras (a excepción claro, de unos cinco segundos la última noche)? Por supuesto, un niño. No público, los niños no son de fiar.
Este fue el comienzo de mi declive final, y de cómo acabé otra vez en este escenario que piso tras haber tratado de olvidar todo esto que hoy me ven haciendo otra vez. Es hora de explicárselo todo, público, es hora del gran final de esta función.
Porque en cuanto la niña mencionó al 'jefe que vestía de azul' no pude evitar imaginar que aquel muñeco crecía y se hacía de carne y hueso... y aquella fantasía parecía casi real, tanto que para apartarla tuve que mirar hacia otro lado.
Esa misma noche, en sueños, me encontré al payaso de rojo y al de amarillo. La noche siguiente, al trapecista. Y así hasta que un día me desperté y hasta que no parpadeé varias veces creí estar vestido de nuevo con mi atuendo circense. ¡Y, ay, público mío: mi delirio iba a peor! Al día siguiente me encontré hablándole a mis vecinos como si fueran el público... ¡Al siguiente tenía que reprimir los impulsos de subirme a las mesas para presentar un espectáculo imaginario, señoras y señores!
Pronto tuve que valerme de alcohol para alejar el pasado, y no hacía más que volver a retomar mis antiguas costumbres... A pesar de todo, sin embargo, conseguí evitar que mi locura fuera a más, pero tampoco pude hacerla desaparecer. Los sueños nostálgicos cada vez me recordaban más a pesadillas, los payasos me perseguían, el domador azul buscaba venganza... -déjenme detenerme un momento, he de recobrar el aliento...
Así permanecí varios meses, entre la lucidez y la locura, entre el pasado que me perseguía y el presente. Pero en realidad, les confieso, público mío, yo sabía que este último estaba perdido en aquella batalla. Los niños ya huían de mí porque me había vuelto raro para ellos, las gentes del pueblo no se acercaban jamás a un borracho como yo, de nuevo, espectadores, estaba en el punto de partida, y sobre todo más solo. Porque estaba medio cuerdo, medio loco, porque producía asco en los lúcidos y tampoco había caído en la realidad paralela de los que perdieron totalmente la razón. Mi mente no podía volver a sanarse ya, así que por acabar con mi tortura decidí dejarme caer en el segundo grupo. Porque no quería estar a solas con la soledad. Porque con ella es matar o morir, público. O acabas con la soledad, o te ahorcará cuando nadie mire.
Recuerden esa lección.
Y así, cuando las visiones del domador me saludaban por las calles, yo no intentaba borrarlas de mis ojos, sino que me acercaba a aquella figura onírica y empezaba a hablar con ella. Mis sueños no cambiaron, pero me parecieron mucho más dulces. A la semana, el domador y yo íbamos ya todos los días a tomar un café juntos, yo le pedía siempre perdón por haber huido aquel día y él me recordaba que hacía mucho que me había perdonado. Pronto, acordé con él y con el trapecista de mis sueños volver a crear el circo de las máscaras. Cada viernes como hoy, a las diez de la noche, como hoy, miles de personas como vosotros, mi público, acuden a nuestro exitoso circo para contemplar el mayor espectáculo que haya visto la humanidad. Pero he de dejar de hablar porque veo ya bajar el telón. Mi última palabra antes de vuestros aplausos por tanto será:
- Este era tu amigo. Era el jefe del circo de las máscaras, que vestía de azul - y entonces rió y siguió jugando a ser la madre del domador azul.
¿También se preguntan ustedes como pudo ella... ? ¿Quién recordaba a aquel gran genio, muerto hacía años con su gran circo de borrachos? ¿Y quién podría reconocer a uno de los integrantes del circo aun cuando se ocultaban siempre tras máscaras (a excepción claro, de unos cinco segundos la última noche)? Por supuesto, un niño. No público, los niños no son de fiar.
Este fue el comienzo de mi declive final, y de cómo acabé otra vez en este escenario que piso tras haber tratado de olvidar todo esto que hoy me ven haciendo otra vez. Es hora de explicárselo todo, público, es hora del gran final de esta función.
Porque en cuanto la niña mencionó al 'jefe que vestía de azul' no pude evitar imaginar que aquel muñeco crecía y se hacía de carne y hueso... y aquella fantasía parecía casi real, tanto que para apartarla tuve que mirar hacia otro lado.
Esa misma noche, en sueños, me encontré al payaso de rojo y al de amarillo. La noche siguiente, al trapecista. Y así hasta que un día me desperté y hasta que no parpadeé varias veces creí estar vestido de nuevo con mi atuendo circense. ¡Y, ay, público mío: mi delirio iba a peor! Al día siguiente me encontré hablándole a mis vecinos como si fueran el público... ¡Al siguiente tenía que reprimir los impulsos de subirme a las mesas para presentar un espectáculo imaginario, señoras y señores!
Pronto tuve que valerme de alcohol para alejar el pasado, y no hacía más que volver a retomar mis antiguas costumbres... A pesar de todo, sin embargo, conseguí evitar que mi locura fuera a más, pero tampoco pude hacerla desaparecer. Los sueños nostálgicos cada vez me recordaban más a pesadillas, los payasos me perseguían, el domador azul buscaba venganza... -déjenme detenerme un momento, he de recobrar el aliento...
Así permanecí varios meses, entre la lucidez y la locura, entre el pasado que me perseguía y el presente. Pero en realidad, les confieso, público mío, yo sabía que este último estaba perdido en aquella batalla. Los niños ya huían de mí porque me había vuelto raro para ellos, las gentes del pueblo no se acercaban jamás a un borracho como yo, de nuevo, espectadores, estaba en el punto de partida, y sobre todo más solo. Porque estaba medio cuerdo, medio loco, porque producía asco en los lúcidos y tampoco había caído en la realidad paralela de los que perdieron totalmente la razón. Mi mente no podía volver a sanarse ya, así que por acabar con mi tortura decidí dejarme caer en el segundo grupo. Porque no quería estar a solas con la soledad. Porque con ella es matar o morir, público. O acabas con la soledad, o te ahorcará cuando nadie mire.
Recuerden esa lección.
Y así, cuando las visiones del domador me saludaban por las calles, yo no intentaba borrarlas de mis ojos, sino que me acercaba a aquella figura onírica y empezaba a hablar con ella. Mis sueños no cambiaron, pero me parecieron mucho más dulces. A la semana, el domador y yo íbamos ya todos los días a tomar un café juntos, yo le pedía siempre perdón por haber huido aquel día y él me recordaba que hacía mucho que me había perdonado. Pronto, acordé con él y con el trapecista de mis sueños volver a crear el circo de las máscaras. Cada viernes como hoy, a las diez de la noche, como hoy, miles de personas como vosotros, mi público, acuden a nuestro exitoso circo para contemplar el mayor espectáculo que haya visto la humanidad. Pero he de dejar de hablar porque veo ya bajar el telón. Mi última palabra antes de vuestros aplausos por tanto será:
FIN
ResponderEliminarMi aplauso para ti. Bonito cuento de ese Circo de las Mascaras. Moraleja: Todo es recuperable con fe y persistencia,
nunca te des por vencido.-
ResponderEliminarPobre payaao,detras de cada mascara se esconde un ser humaano
con su historia, sus penas y alegrías. Un diez para ti. Dolores.-
Y otro a diez a tu apoyo, Dolores.
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