Un cuento que nos demuestra que hay cosas que no se pueden expresar con palabras.
Porque la belleza es comprensible por todos y todo... ¿Por qué no usarla como lenguaje?
Un profesor obsesionado con encontrar este idioma basado en la belleza planta una flor como símbolo de lo bello a la entrada de su casa, ignorando que ese pensamiento violeta que acaba de plantar posee el secreto del lenguaje que tanto persigue... Así comienza la historia de este pequeño cuento escrito por mí...
PENSAMIENTO DE JARDÍN
De
tanto usar las palabras, no nos dimos cuenta de que éstas son solo una más de
las vías que la naturaleza nos dio para comunicarnos. Así lo pensaba el
profesor Leopoldo Limero, destacado filólogo de la región, que desde que dejó
atrás su juventud deseaba que el pensamiento dejase de ser una simple vocecita
en la cabeza, y pasase a ser algo más completo que fuese más allá del sonido,
del lenguaje y de lo explicable por medio de caracteres y fonemas.
Fue
el profesor quien un día me plantó a mí, un pensamiento violeta, en la entrada a la parcela que rodeaba su
casa, para indicar que de allí hacia dentro no se podía razonar mediante el
lenguaje, sino mediante la más pura belleza, belleza como la que encierra una flor.
Le gustaban los pensamientos por ser una de las pocas flores que florecían en
las épocas más frías, y porque siempre se habían relacionado con la nostalgia.
Así,
cuando tenía solo treinta y dos años, comenzó la labor de crear una forma de
comunicación no basada en ningún idioma, pues estos sólo podían ser leídos o
escuchados: él quería que su invención pudiese ser sentida.
Cuando
aquel brillante ser me plantó junto a su buzón, era todavía un joven, de una
languidez bohemia, cuyo rostro giraba alrededor de sus ojos claros, penetrantes
en el centro de unas cuencas oscuras. La manera en que vestía seguía un único
propósito: llamar la atención, y era capaz de ponerse cualquier cosa con tal
pretexto, siempre que no arruinase la imagen que le gustaba crearse de
excéntrico elegante.
Era
todavía algo inexperto en asuntos del corazón, sin embargo, como para saber
mucho sobre los sentimientos que un papel tan importante debían desempeñar en
aquella creación utópica. Empezó pues, interesado más en la búsqueda de la
inspiración que en la de un alma compañera, a perseguir ese amor que tanto se le había resistido.
No
lo costó mucho tiempo encontrar la pasión en muchas de las mujeres que
frecuentaban los antros de artistas sin lienzos, actores sin papel y poetas sin
versos que solía frecuentar. Desgraciadamente, aquellos amores breves se
fundían por su propia incandescencia, y derretidos se escapaban entre sus
dedos. Durante varios meses continuó viajando de romance en romance, pero
siempre quedaba en él algún recuerdo de las pasiones anteriores. Aquellos
restos de amor se fueron acumulando en su alma hasta dejarla anegada, y
entonces se derrumbó. Cierto, esa marea constante de amores y desamores le
había enseñado mucho sobre los sentimientos humanos, pero ahora que había
probado el amor lloraba cada vez que lo veía evaporarse. Necesitaba una pasión
que durase para siempre.
Comenzó
entonces el periodo durante el cual nos conocimos mejor. El invierno que estoy
narrando empezó gélido y seco, como siempre, pero también fue así dentro de
Leopoldo Limero. En aquella época empezó a pintar, porque la pintura se llevaba
lo que atormentaba su corazón. No tardó en acordarse de esa flor que había
plantado en la puerta de su casa cuando buscaba objetos para dibujar.
En
pocas semanas me convertí en el centro de sus obras, y poco a poco nos fuimos
conociendo más. Una tarde cualquiera empezó a hablarme, sin saber que yo lo
escuchaba y lo entendía. Desde el principio me resultó agradable oír su voz,
esa corriente cálida que me agitaba como ligera brisa. Empecé a cogerle cariño
a aquel que había tenido la consideración de instalarme en su jardín, y fueron
creciendo mis deseos de poder responderle. Por supuesto, por más que me
esforzaba, no podía hablarle, no era posible para mí saludarle, comentar
aquello que decía, revelarle cómo de
alegre me hacía sentir que me dedicase tantos lienzos al mes. Fue durante estos
encuentros artísticos cuando me contó toda su historia, la de aquel maravilloso
lenguaje que buscaba y cómo, hasta el momento, sus esfuerzos habían fracasado
tan estrepitosamente.
Todavía
él no sabía que yo poseía eso que tan fervientemente deseaba encontrar. Ese
pensamiento violeta que crecía a la sombra de su buzón carecía de garganta, de
lengua y de cuerdas vocales con las que hablar, y de manos con las que
escribir. Por ello me valía de un lenguaje puro que no necesitaba apoyarse en
palabras. Mi mente se regía por el idioma de los sentimientos, y no por el de
los términos que los definían. Pero no podía decírselo.
Cada
mañana de aquel invierno intentaba que Leopoldo Limero consiguiese escucharme y
entender cada una de las palabras que le dedicaba, y solo conseguía sentirme
presa de mi tallo y añorante de una laringe.
Uno
de esos días fríos, me habló de Mercedes por primera vez. Ella era la cartera
que le llevaba el correo todos los días, quien había traído y entregado todas
las cartas de amor dedicadas a sus romances efímeros, y quien, de pronto, se
había convertido en el único habitante de su corazón.
La
había visto alejándose en bicicleta después de dejar una carta, y al día
siguiente se sentó fuera a esperar que pasara para volverla a ver. Su sonrisa
resplandecía a la sombra de sus cabellos oscuros, casi lisos, pero en los que
brillaban algunos rizos perdidos. Sus mejillas eran pálidas, y sus ojos, tan
potentes como yo me imaginaba su personalidad. Yo ya la conocía, pues la había
visto todas y cada una de las mañanas de mi vida depositando las cartas en el
buzón. Yo sabía también que cada vez que recogía las cartas ella dejaba escapar
un suspiro que, en mi lenguaje carente de letras, era una clara y certera
declaración de amor, y la esperanza de que alguna vez tuviese que entregarse a
ella misma uno de esos escritos.
Aquello
no podía desembocar en otra cosa que en la pasión. Las primeras luces de la
primavera vieron nacer un romance fantástico, casi difícil de imaginar fuera de
los libros de cuentos y las novelas de otro siglo. Fue entonces cuando me di
cuenta de que la ventura del profesor no me producía ahora alegría. En cambio,
me hacía sentir como si me hubiesen arrancado los pétalos. No supe hasta
entonces que yo amaba a Leopoldo Limero. Descubrí que, en realidad, llevaba enamorada de él
desde que vi el primer cuadro que me dedicó. Tal vez fue porque hacer de modelo
me hizo sentir importante. Me hizo creerme humana o, al menos, con derecho a
amar a un humano.
Sin
embargo, yo tuve poco tiempo para contemplar aquella pasión, porque al llegar
los meses cálidos, mis pétalos se marchitaron hasta el año siguiente. Cuando
terminó mi hibernación, ella ya no estaba.
A
finales de noviembre, mis estambres volvieron a brillar bajo la luz azul del
invierno más oscuro. Si el año anterior había empezado mal, el primer acto de
este se antojaba aún más desgarrador. Una fiebre se había llevado la vida de
Mercedes en octubre, y su perfume todavía podía olerse en las lágrimas del
profesor Leopoldo Limero.
Él
había cambiado, sin duda. Varias arrugas habían surgido en su frente en los
pocos meses que llevábamos sin vernos. Salía poco de casa, y pasaba la mayoría
de sus horas dando vueltas en su jardín. Apenas le vi sonreír en mucho tiempo. Me
sentí tan mal al ver así a aquel joven al que tanto apreciaba, que me puse algo
mustia.
El
profesor tenía por todas partes retratos de Mercedes, y cada día dibujaba uno o
dos más. Aquellos dibujos eran, sin duda, mucho mejores que los que me había
dedicado a mí en su momento. Hubiera llevado unos segundos diferenciarlos de
una foto, de no ser porque el amor que el profesor desparramaba sobre
ellos no podía ser captado por una
cámara.
Ya
creía que ni siquiera se acordaba de aquella flor que una vez plantó, hasta que
un día me sorprendió la sombra de un caballete y, detrás de este, la silueta de
Leopoldo Limero pincel en mano. Algo todavía más asombroso ocurrió después. Le
di, en ese idioma que no necesitaba palabras, las gracias, y él me sonrió y me
guiñó el ojo en respuesta. Me había entendido.
Empezó
entonces a pintar el mejor cuadro que me había dedicado nunca. Sus pinceladas
eran ahora mucho más suaves y sutiles que el invierno anterior, y el pincel
apenas tocaba el lienzo. Cuando el sol ya se despedía por el horizonte, me
mostró aquel fantástico dibujo. Fue entonces cuando se inclinó y, con su voz
templada y suave, me dijo:
-
Me he dado cuenta de que tú, pequeña flor,
posees el secreto de esa lengua utópica que tanto tiempo llevo persiguiendo.
Ahora necesito más que nunca conocerlo. Ese lenguaje tal vez me permita
recuperar a Mercedes… Estoy seguro de que, en realidad, ella no se ha
desvanecido por completo: sigue en mi mente, y por lo tanto aún se mantiene en
este mundo. Te pido que me ayudes a devolverla a la vida y, para compensarte,
yo te enseñaré mi idioma.
No
pude ser más feliz al oír aquello. Al fin podría hablar con él. Al fin podría
revelarle mi pasión silenciosa. Además, sí él me enseñaba su lengua, yo sería
algo más que una flor, sería más humana… Pensé que tal vez entonces nuestro
amor si sería posible.
Con
el fin de enseñarnos nuestros lenguajes el uno al otro, el profesor comenzó a
hablarme todos los días durante muchas horas. Yo le respondía, y él intentaba
responderme a mí intuyendo lo que podía haberle dicho, pero no solía decir nada
con sentido.
Pasadas
dos semanas, al menos aprendió a diferenciar cuando yo estaba diciendo algo y
cuando permanecía callada. Pero le costó un mes más empezar a afinar en sus
respuestas.
Mientras
tanto, yo intentaba aprender a leer. A pesar de mis esfuerzos, me seguía
resultando complicado encontrar similitud alguna entre un árbol y aquellos
cinco garabatos que, juntos y ordenados
de la manera correcta, lo conformaban. ¿Por qué la palabra flor no tenía pétalo alguno? ¿Por qué humano no tenía ni piernas, ni brazos, ni cerebro? No fue hasta
mediados de febrero, dos meses después de comenzar nuestras lecciones, cuando
me acostumbré a lo curioso de la lengua. Cuando la primavera comenzaba a
acercarse yo por fin comenzaba a poseer un extenso vocabulario que, eso sí, no
tenía manera de utilizar.
El
profesor, por su parte, reducía a ritmo lento el número de palabras que
necesitaba utilizar para expresarse, y poco a poco podía entender lo que yo le
decía.
No
nos dimos cuenta, pero abril había llegado pronto y mi letargo era inminente. A
finales de mes, cuando cayeron mis últimos pétalos, podría haberme comunicado
con fluidez si hubiese poseído unos labios para hablar y unos dedos para
escribir. Pero, al mismo tiempo, ya no entendía lo que pretendía contarme
Leopoldo Limero cuando se expresaba sin hacer uso de palabras, y me costaba cada día más recordar ese lenguaje
sin letras ni sílabas. Solo concebía la expresión por medio del habla y la
escritura. Por tanto, cada vez me encontraba más perdida, pues seguía
careciendo de medios para llevar a cabo ninguna de las dos. Al profesor le
ocurría lo opuesto: ya no recordaba casi cómo leer, y le costaba pronunciar.
Pero no me di cuenta de eso, pues mis flores se marchitaban y comenzaba mi
periodo de descanso.
Mientras
hibernaba ese año soñé por primera vez. Solía ver flores, figuras y al
profesor, entre otras imágenes que ya no recuerdo. Finalmente, después de
varios meses, llegó de nuevo la hora de florecer.
Lo
primero que sentí al recobrar la conciencia fue que pesaba más de lo que
recordaba. Lo siguiente fue que esta vez no eran mis pétalos los que se
desplegaban para captar la luz solar, y que unas membranas cubrían los lugares
desde los cuales emanaba mi visión. En lugar de pistilos, tenía ojos; en lugar
de hojas, cabellos; en lugar de tallos, extremidades. Me sentía impaciente por
probar mis piernas y correr como siempre había visto hacer a los gigantescos
humanos. Me pregunté dónde estaría el profesor, y poco a poco me levanté para
ir a su encuentro y abrazarle con mis nuevos brazos.
De
pronto, vi junto a mis pies dos pequeñas florecitas con los tallos
entrelazados.
-
Buenos días, Mercedes. Buenos días,
profesor – dije.
Fui
a buscar el caballete de Leopoldo Limero.
FIN.
Darío Bejarano Paredes, Atoman (que soy yo).
¡Espero que os haya gustado! A mí, al menos, me gustó escribirlo.
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