Un niño pequeño, cuya edad el viejo Jason estimó en unos siete años, estaba quieto en mitad de la acera. Lloraba desconsoladamente, y su figura estaba cubierta por un manto de lluvia. El niño llevaba una camisa azul, cubierta por un jersey de rombos burdeos, y unos pantalones negros, de los que los niños hijos de nuevos ricos eran obligados a llevar. Su tez, blanca como el azahar, estaba empapada, en parte por lágrimas y también por gotas de lluvia, que le daban a su piel lisa el aspecto de un azulejo. El viejo Jason, movido por la mezcla de curiosidad, simpatía y compasión que aquel pequeño le producía, le dijo desde su casa, aquel lugar bajo la farola de la tercera avenida:
- Tú, chico, ¿quieres que te enseñe algo?
- Mi mamá me dice que no hable con desconocidos.
- Ajá. ¿Y dónde está tu mamá ahora?
- No lo sé, me he perdido.
- Ya veo…
El viejo Jason se levantó, se acercó al niño y le tendió su mano huesuda y cubierta de venas.
- Jason Jackson, un placer. ¿Usted es?
El niño, algo temeroso, le dio la mano al viejo y respondió:
- Peter Fane.
- ¿Ves? Ya no soy un desconocido.
- Sí, puede que tengas razón…
- Peter dejó escapar una risa.
- Bien, ¿quieres que ahora te enseñe eso que quería que vieras?
- No lo sé… mi mamá no estaría de acuerdo.
- Ya, pero… ¿está aquí tu mamá? Venga, te lo enseñaré.
El viejo Jason se acercó de nuevo a la farola a la que llamaba hogar, y removió sus mantas hasta sacar un objeto voluminoso, polvoriento y bastante deteriorado, que protegió con su cuerpo y su chaqueta de la lluvia.
- ¿Qué es eso? – preguntó el niño.
- Un libro. No, no es un libro. Es El Libro.
Peter se acercó, y recorrió con sus ojos las letras amarillentas que poblaban la portada: Leon Tolstói: Guerra y Paz.
- ¿Y por qué es tan importante este libro, señor Jason? - Por todo, Peter, por todo. Por cómo fluye el libro en sí, por el impecable retrato de la sociedad de su época que constituye, por la exquisitez en la narración, por la genialidad sobre todo en los pasajes bélicos. Peter, el día en que se supere la calidad de este libro, el hombre habrá superado a Dios. - ¿Y por qué tanto por un libro? - Peter, esto no es un libro, es para mí un mensaje divino, una bendición para la humanidad, enviado a través de un profeta llamado Tólvstoi. Lo comprenderás.
Jason abrió el libro. Acarició las primeras páginas, mimando aquella impresión como si de un hijo se tratase. Finalmente comenzó a leer:
‘Eh bien, mon prince, Génova y Lucca ya no son más que posesiones de la familia Bonaparte. No, le prevengo que si usted no me dice que estamos en plena guerra, si vuelve a permitirse paliar todas las infamias…’
Peter escuchaba el relato que el mendigo recitaba de memoria, o al menos esa impresión tenía el chico, a pesar de que Jason seguía las líneas del texto con la vista. El niño no estaba seguro de entenderlo, pero aun así no podía resistirse a aquellas palabras tan musicales que embriagaban sus oídos y su mente. Jason leyó por un largo rato, y más de una vez Peter vio caer de los ojos del aciano alguna lágrima que impregnó las páginas amarillentas. La noche pronto se cernió sobre ellos, y fue entonces la luz de la farola la que les iluminó, sustituyendo al sol cuya luz antes se filtraba tras las nubes. Pasadas ya más de tres horas de narración, la voz de Jason Jackson fue interrumpida por otra:
- ¡Peter! ¿Qué haces aquí con este hombre? ¿Estás loco? ¡Te dije que no te movieras de la puerta del hotel!
- ¡Mamá, mamá! Este señor no es malo. Además, empezó a llover y me fui a buscar la estación de metro para refugiarme, pero me perdí, y me asusté…
- No quiero oír tus escusas, niño. ¿Sabes acaso dónde ha podido estar este señor?
- Señora, por eso no se preocupe. No me he movido de esta farola. - ¡Esto es ridículo! Ay, dios mío… te vas a enterar cuando se lo diga a tu padre.
- ¡Pero yo no he hecho nada malo! - El chaval tiene razón. Yo, de ser el padre de este niño, no lo dejaría tirado por ahí en mitad de la calle...
- ¿Y ahora un mendigo pretende darme lecciones? ¡Esto es el colmo! Peter, nos vamos de aquí.
La señora agarró al niño del brazo y se lo llevó tirando de él. El chico dijo adiós a Jason con la mano, y este correspondió con una ligera sonrisa de simpatía.
***
Sin embargo, no sería la última vez que Peter Fane vería a aquel hombre. Tampoco sería la última vez que las letras de Tolvstói tendrían la ocasión de deleitarle. Pero sí fue la primera vez en ambos casos, fue el comienzo de dos relaciones que cambiarían la vida del joven Peter.
Los encuentros posteriores que Peter mantuvo con el viejo Jason fueron algo más clandestinos. A pesar de las represalias que sus padres le imponían, el joven no podía evitar escaparse, en busca de aquella farola de la Tercera Avenida, para encontrarse con aquel cálido mendigo y con ese libro, ese libro que no dejaba de fascinarle. El anciano nunca le dejaba leerlo, él debía limitarse a escuchar su narración. Hasta aquel día, claro.
En una de sus furtivas visitas al viejo Jason, Peter notó en este algo raro. No, no era nada malo. Al contrario, mostraba un brillo en los ojos que no era habitual en él.
- Hola, Peter – Jason sostenía el libro entre las manos, en lugar de mantenerlo escondido, como era habitual en él.
- Hola, buenos días. Un momento… ¿te ocurre algo hoy? Te noto… extraño.
- Sí, Peter, sí. Mira, creo que es hora de que lo sepas.
- ¿Qué?
- Peter – Jason se llevó la mano a la frente, recorriendo con los dedos su pelo canoso -. Ya tienes once años, es hora de que empieces a leer de verdad.
- ¿A leer de verdad?
- Sí Peter, sí. Es hora de que conozcas el placer de la lectura en todo su esplendor. Fue con tu edad cuando yo leí por primera vez Guerra y Paz. Ahora quiero que lo hagas tú.
- Pero… sí ya me la has leído tres veces.
- No es lo mismo, Peter, no es lo mismo. Es hora de que lo leas con tus propios ojos. Es hora… de que este libro pase a ser tuyo.
Era cierto, no era lo mismo. Aquel día Peter Fane comenzó a leer Guerra y Paz, y hasta que, dos días y dos noches más tarde corrió la última página, no pudo parar. Fue entonces cuando decidió que dedicaría su vida a los libros, a la lectura.
La misma mañana en que terminó de leer la obra maestra de Tolvstói, fue a visitar al mendigo para devolverle el libro, y darle las gracias por haberle desvelado el que siempre consideraría, hasta el fin de sus días, como el mejor libro de todos los tiempos. Sin embargo, bajo la farola no encontró rastro alguno de él. Ni siquiera estaba allí su manta, ni ningún resto de basura o de comida. Peter sintió… que se había esfumado.
***
Yo, Peter Fane, no volví a saber más de aquel hombre. Sin embargo, su influencia marcaría el resto de mi vida. Tras Guerra y Paz, pronto me lancé a descubrir más autores. El primer libro con el que me topé fue con Tom Sawyer, un libro que, dado el alto listón que había colocado Guerra y Paz, no cubrió para nada mis espectativas. Pasaron varios años, que dediqué principalmente a la lectura de Dumas y a los grandes poetas españoles, principalmente a Bécquer, que aún me supieron a poco en comparación con el gran Tolvstói, hasta que encontré otro libro capaz de dejarme huella. Se trató esta vez de Charles Dickens y su Oliver Twist. Más tarde, mi querido Dorian Gray y el fantástico Orgullo y Prejuicio de Jane Austen terminaron de enamorarme por la lectura.
A los veintiún años, tanto leer me trastornó lo suficiente como para cometer la que consideré siempre la gran locura de mi vida: escribir un libro. La Vida y la Muerte del Señor Sin Nombre, lo llamé. Una larga historia de casi mil quinientas páginas en las que hablaba de las tramas que habían rodeado la vida de un personaje imaginario. Nada más enviarlo a la editorial, me di cuenta de la bazofia que había creado, y me arrepentí de haberlo escrito. Para mi asombro, la editorial lo aceptó. Al recibir la noticia comencé a pegarme cabezazos contra la pared: mi monstruo saldría a la luz.
Pensé que nadie lo compraría, que era demasiado horroroso. Sin embargo, en una semana me llamaron diciendo que mi libro había sido un éxito, que ya habían empezado a imprimir una segunda edición. Lo que hice fue romper a llorar. Sabía que aquel libro era horroroso, lo sabía. No podía haber triunfado tal sabotaje a la literatura.
Ya no había vuelta atrás. Debía volver a escribir otro libro, los editores iban detrás de mí. ‘Soy el asesino de la literatura’, pensé.
Mi segundo libro se tituló Adiós País, una novela sobre un rico que, amén de conservar su fortuna a toda costa, realizaba miles de barbaridades. Al verlo terminado, exhalé un suspiro de alivio y satisfacción. Lo consideré una obra maestra, la compensación de la monstruosidad que era La Vida y la Muerte del Señor Sin Nombre. Sin embargo, aunque lo envié a treinta editoriales, para mi triste sorpresa ni una sola llegó a ponerlo por encima de un chicle pegado a la acera.
A partir de entonces, la frustración en la que me hundí me impidió escribir más, y me fui arruinando poco a poco. Embargaron mi casa, y tuve que irme a un pequeño piso del Bronx. Finalmente, me echaron del piso y acabé en la calle. Me alojé bajo la misma farola de la tercera avenida donde había conocido al viejo Jones, con nada más encima que unas ropas viejas y cincuenta años.
Allí comencé a escribir mi tercera novela en unos cuadernos viejos. Por Todo lo Alto, la titulé. Una historia sobre la felicidad, sobre un joven que dedica su vida a perseguirla. Al terminarlo, me enamoré de él. No fui capaz de enviarlo a ninguna editorial, me sentía como el único que podía tenerla.
Ese día me di cuenta. Ya supe lo que le había pasado al viejo Jason. Él… él vivía del libro, Guerra y Paz era su alma. Cuando me lo dio… él ya no era nada.
Y es que mi destino no ha sido muy diferente al suyo. Soy un mendigo, viejo a mis sesenta y tres, enamorado de un libro, y viviendo incluso bajo la misma farola que él. Tiene sentido que acabemos igual. Hoy… hoy me toca esfumarme. Hoy he decidido que ya es hora de vencer mis egoísmos y dejárselo al mundo. Voy a enviarlo a una editorial de una vez por todas. No soporto no saber si el mundo lo vería de verdad como yo lo veo. Hoy… pongo punto y final.
Escrito por mí (Darío Bejarano Paredes o Atoman, como prefieras).